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Frisia, s. XIV

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Frisia, s. XIV

No era la primera vez que una aldea de campesinos le solicitaba ayuda al verle pasar, pero sí que era la primera vez que lo que le pedían no era que acabara con un monstruo, real o imaginario. Cuando había encontrado al anciano capellán esperando pacientemente a un lado del camino, no había esperado que su petición implicara ayudar a un asesino. Pero la curiosidad siempre había sido una de sus debilidades.

Mientras seguía al capellán en dirección a la única posada de la humilde aldea, meditó acerca de la escasa información que había recibido. Al encontrar al anciano había detenido su caballo, cortés, para preguntarle si seguía el camino correcto y también para preguntarle si necesitaba ayuda. No era habitual encontrar a nadie a esas horas de la noche, simplemente esperando. El anciano cojeaba por alguna vieja lesión, pero se conducía con una segura dignidad por las embarradas callejuelas, interesándose educadamente por su destino, pero la inquietud que había querido intuir ya no estaba allí. Casi parecía aliviado.

Tampoco pudo dejar de fijarse en que absolutamente todos los habitantes de la aldea parecían estar despiertos a esa maldita hora y les observaban, ya desde los vanos de sus puertas como asomados a las ventanas, y había un número de ellos congregados a la puerta de la posada. Gente humilde, pobre pero orgullosa, trabajadores de la tierra. No vio nada más que franqueza en sus rostros, por lo que dejó de pensar que fuera una emboscada, y su curiosidad creció.

Ante la posada desmontó de su enorme caballo de guerra, las piezas de su armadura tintineando apagadamente al reajustarse, y colocó mejor los cintos y los correajes donde llevaba sujetas sus armas. El capellán le esperaba con calma, y luego le precedió al interior, seguido por algunos hombres que por la pinta debían ser el consejo de notables de la aldea. Aceptó sentarse a una mesa larga, donde tras esperar a que él tomara asiento en la cabecera se sentaron los demás, y esperó con paciencia a que expusieran su problema.
Lo que le contaron le sorprendió, ciertamente. Rechazó con educación la comida y bebida que le ofrecían, y por alguna razón ninguno de ellos pareció ofendido ni extrañado, como si su oferta hubiera sido solamente fruto de la cortesía. Le preguntaron si se había fijado en las ruinas de una fortaleza al recorrer el camino, como a un par de horas de distancia, y él asintió. ¿Cómo no hacerlo? Los muros de lo que había sido un orgulloso bastión se mostraban ahora derruidos y comidos por el fuego, todavía habitables sin embargo, aunque no parecía haber nadie en su interior. El capellán empezó a relatar su historia, y a su pesar, pronto quedó fascinado.

En aquella fortaleza había habitado hasta no hacía mucho un barón que gobernaba esas tierras con mano de hierro y mayor crueldad. No habían sido pocos los campesinos que se habían desvanecido, sin duda esclavizados o forzados a trabajar en las dependencias de la fortaleza, y casi ninguno había regresado. Aquel barón tenía una cohorte de caballeros afines a él que hacían y deshacían a su antojo, haciendo la vida imposible a cualquiera que tuviera la mala fortuna de cruzarse en su camino. Los campos se resintieron por la falta de mano de obra, las reses adelgazaron por la falta de siembra, el comercio decayó porque la seguridad de los caminos había caído en picado y porque los mismos caballeros del barón atacaban a los viajeros y mercaderes para apropiarse de todo, a veces incluso de su persona. Se rumoreaba que tanto el barón como los caballeros habían hecho un pacto con el diablo, porque ni los más viejos del pueblo eran capaces de recordar en qué momento habían sido libres del terror.

Para ese momento, el viajero ya había decidido que indudablemente el barón y su cohorte debían ser Vástagos, o Vástago y séquito de ghouls. Sin embargo, no dijo nada y continuó escuchando atentamente mientras el capellán continuaba su relato.
Lo llamaban el Ángel. Había aparecido una noche, sin saberse su procedencia, aunque creían que llevaba en la aldea cierto tiempo. Un hombre de mediana edad había sido encontrado muerto en un establo, con el cuello roto y luego abierto en canal, todavía caliente cuando el eco de sus gritos de dolor había atraído a los vecinos. Al principio se habían horrorizado cuando habían visto el cadáver desnudo de uno de los hombres más apreciados en la comunidad, un viudo que se había hecho cargo de los hijos huérfanos de la hermana de su difunta esposa. Siempre le habían creído un ser virtuoso, afable, una buena persona. Su horror se tornó disgusto y consternación cuando escondida entre las balas de paja encontraron a una de las chiquillas huérfanas, de tan solo diez años, que entre sollozos contó que su padre adoptivo solía llevarla al pajar, a ella o a sus hermanos, siempre a solas. No supo explicar quién o qué había matado al hombre, sólo supo decir que había sentido una presencia que había quitado el cuerpo pesado de encima suyo, y en su terror y dolor se había escondido para no escuchar los gritos mientras le robaban la vida. Los vecinos del pueblo enterraron a su compadre como a un pecador y los niños fueron realojados en casa de una viuda para iniciar por fin una vida feliz y protegida, y la aldea intentó olvidar.

Tres semanas después encontraron el cadáver desangrado y destrozado de un hombre conocido por haber llevado al suicidio a su primera esposa, y por maltratar a la segunda incluso estando embarazada. La mujer no pudo ocultar su alivio incluso con las señales de la última paliza en su cuerpo, e incluso el consejo del pueblo se sintió más aliviado que consternado ante la pérdida del curtidor. Un mes después el difunto fue un viejo monje que asistía al capellán, del que se rumoreaba gustaba de manosear a los monaguillos mientras les instruía. Tras éste, una mujer de la que se descubrió pretendía vender a su hija al barón por unas monedas que gastar en vino, tras haber vendido todo lo que tenía algún valor en su casa.

A esas alturas los rumores en la aldea ya hablaban de ‘algo’, un espíritu vengador que protegía a los débiles y castigaba a los malvados. El consejo de la aldea trató de acallar los rumores y achacarlos a bestias salvajes, pero nada podían hacer ante la evidencia, y solo podían temblar esperando la reacción del barón, que por el momento parecía felizmente ignorante del lobo que estaba diezmando las ovejas negras de su rebaño.
No podía durar. Los gritos agudos de una muchacha en mitad de la noche hicieron temer lo peor a los vecinos, y la autoproclamada guardia del pueblo se lanzó a las callejuelas, buscando, armados con horcas y antorchas. Encontraron a la joven, apenas una adolescente, llorando aterrorizada y con la ropa hecha jirones en un callejón tras la casa vacía del primer asesinado. Una vez más calmada, supo decir que uno de los caballeros del barón la había atacado cuando había salido a meter las cabras dentro de la casa, y se la había llevado a rastras al callejón. No era nuevo que los caballeros merodearan por las calles y los campos intentando encontrar mujeres solas que violentar, y la muchacha había pecado de candidez al no pensar en ello.

No había rastro del caballero por ninguna parte, y al ser interrogada acerca de ello la joven sólo había acertado a decir que había visto una sombra levantar por el cuello al hombre mientras forcejeaba encima de ella, intentando forzarla, y había visto una breve lucha antes de salir huyendo, espantada. Podía asegurar que la sombra tenía forma humana, sin embargo, y cabellos claros donde se había reflejado por un momento la luz tímida de la luna entre las nubes, pero no se había quedado a averiguar más.

La noche siguiente el mismo barón había cabalgado a la cabeza de sus caballeros hasta la aldea, y había aterrorizado a todos los vecinos al derribar puertas y registrar casa por casa, amenazando y maldiciendo, exigiendo saber dónde estaba su caballero y quién era el responsable de su desaparición. No hubo voz ni promesa que le aplacara, ni declaración de ignorancia que creyera. Escupiendo con desprecio a las puertas de la pequeña iglesia, y luego a los pies del capellán y el consejo, había declarado que cada noche mataría a una familia completa, hasta que alguien confesara. Luego había vuelto grupas y se había ido, dejando tras de sí desolación y miedo.

En este punto el viajero trató de preguntar qué era lo que requerían de él, dado que evidentemente nadie habitaba ya la fortaleza. Para ese momento ya estaba prácticamente seguro de que se había tratado de un Vástago idiota que se había rodeado de sirvientes ghoul a los que había consentido sus tropelías, pero quería saber más, y se calló obedientemente cuando el capellán le pidió paciencia antes de continuar.

Poseídos por el miedo, toda la aldea se había reunido en la pequeña iglesia para rezar durante lo que quedaba de noche y el día siguiente, sabiendo que su exterminio era inevitable. Ninguno de ellos había sido responsable, ninguno había tenido el valor ni la fuerza necesarias para oponerse a los caballeros del barón nunca antes. La noche cayó de nuevo, inexorable, y los vecinos aguardaron temerosos a que su destino fuera a buscarles. ¿Qué familia sería la desafortunada?

El chiquillo del herrero había sido el primero en dar la alarma. Demasiado pequeño para sentir miedo, y demasiado hábil como para permanecer bajo la vigilancia de sus padres mucho tiempo, se había escabullido a lo alto del campanario para comerse las manzanas que había sisado de la pobre despensa del capellán. Ya habían pasado varias horas desde el anochecer cuando bajó corriendo, gritando que había una columna de fuego y humo negro en la distancia. Cuando todos salieron a la calle, aterrados por la idea de que fueran sus campos los que estuvieran ardiendo, vieron con sorpresa que lo que estaba ardiendo en el horizonte era la fortaleza del barón.

El barón no se personó en la aldea aquella noche, ni ninguna otra. Su bastión había ardido durante días, y una semana después el viento aún traía cenizas y olor a madera quemada, y nadie de la aldea se había atrevido todavía a acercarse a investigar. Finalmente, encomendándose a Dios un grupo de jóvenes se había atrevido a salir con las primeras luces del alba en dirección a la fortaleza, a donde llegaron a mediodía, y pocas horas después regresaban como perseguidos por el diablo, pálidos pero extrañamente contentos.

Todos estaban muertos, explicaron. Habían encontrado los cadáveres de los caballeros del barón por toda la fortaleza, muertos allí donde habían caído y con sus armas en la mano. La mayoría había muerto limpiamente por la espada, algunos otros habían muerto hechos pedazos como por obra de alguna bestia salvaje. No habían encontrado más rastro del barón que su armadura vacía crucificada en el suelo del patio de armas, el metal humeante por el Sol que le golpeaba directamente, y rodeado de ceniza y escombros. No quedaba nadie vivo en el bastión, ni siquiera los sirvientes que pudiera haber, que indudablemente habían huido o perecido en el fuego.

El viajero empezaba a preguntarse a dónde demonios querían llegar cuando el capellán por fin llegó al punto en cuestión. Habían visto al Ángel. La noche siguiente a la inspección de la fortaleza los campesinos habían ido a enterrar los cadáveres, y el capellán había entrado en su pequeña iglesia para rezar por sus almas y para dar gracias a Dios por haber salvado a su congregación. Al cerrar la puerta tras de sí se había quedado sorprendido al ver a alguien de pie ante el altar, contemplando la pobre cruz de madera que presidía la nave, y pronto se había dado cuenta de que no era ningún vecino o vecina de la aldea. El Ángel debía haberle escuchado, y le había permitido verle un instante, porque en cuanto parpadeó, había desaparecido.

Cuando los vecinos regresaron y el capellán les relató lo que había visto, fueron los chiquillos de la aldea los que les informaron, para su sorpresa, de que el Ángel vivía en la antigua capilla de la linde del bosque, en la que ya no se celebraba culto alguno desde hacía décadas. Al ser interrogados, los niños no supieron decir por qué no habían dicho nada, pero al parecer ninguno había sufrido ningún daño. Posteriores interrogatorios revelaron que los pequeños solían reunirse en los alrededores de la capilla cuando caía la noche para jugar e intercambiar rumores, y entre ellos habían comentado los abusos del viudo y del monje, las palizas del curtidor a su esposa, las pretensiones de la alcohólica de vender a su hija. Los chiquillos se habían regocijado con cada ‘castigo’, y por eso habían decidido de común acuerdo que iría en contra de sus intereses revelar la existencia del Ángel, si este se dedicaba a eliminar a aquellos que amenazaban a los débiles.

Eso había ocurrido hacía un mes largo, y ningún vecino se había atrevido a acercarse a la capilla, pero los niños habían insistido en llevar algún tributo al Ángel en forma de comida y agua. La comida se había echado a perder allí donde la había dejado, sobre el escalón de entrada, pero las jarras de agua siempre desaparecían.

El viajero trató de hablar otra vez, y esta vez el capellán se lo permitió. El viajero preguntó qué es lo que querían de él. El capellán respondió que lo que la aldea deseaba era que el Ángel siguiera su camino, porque ya no les quedaba maldad alguna que ofrecerle. Había purgado el núcleo de sus temores, les había liberado de su opresor y extirpado a los malvados de su congregación con precisión quirúrgica, y sentía que ya no le quedaba nada más por hacer. El anciano reveló entonces que durante el día se había acercado hasta la capilla, pero había sido incapaz de abrir la puerta al estar trabada por dentro. No había querido perturbar el descanso del Ángel, pero no había podido evitar quedar sobrecogido por la enorme carga de tristeza del lugar. Incluso las tallas de los capiteles de la entrada parecían llorar, todo el pequeño edificio parecía sombrío, triste, como abrumado por alguna carga.

Ayuda al Ángel, le rogaron. Dale un propósito, un camino que seguir. Ayúdale.

El viajero aceptó, y se preparó para partir. Les informó de que no volverían a verle, se llevara al Ángel o no, y les advirtió acerca de intentar seguirle o presenciar lo que iba a ocurrir. Los aldeanos le observaron en silencio y asintieron, todavía maravillados por su inmensa presencia y la afabilidad en sus ojos que eran el principal motivo por el que el capellán, llevado por un impulso desconocido, le había detenido en el camino.
El viajero salió de la posada, seguido por los vecinos, y montó en su caballo mientras preguntaba con voz queda la dirección de la capilla. Varias manos, la mayoría infantiles, se esmeraron en señalarle el Este, y el viajero inclinó la cabeza en reconocimiento al partir. De reojo observó como el anciano capellán le bendecía, pero no dijo nada. Su mente ya estaba centrada en lo que podría encontrar en la capilla, en ese Ángel.

Seguramente sería un Vástago, decidió. Un Vástago que por alguna razón se había atribuido la potestad de ‘proteger’ la pequeña aldea y que se había cebado con el Vástago señor del lugar y sus sirvientes. Personalmente, no le molestaba en absoluto. Había perdido la cuenta de los Vástagos indecentes que él mismo había ejecutado en sus viajes precisamente por los mismos motivos. Por su crueldad. Por su gobierno despótico. Por la violencia innecesaria con que sometían a sus vasallos, o abusaban de los humanos. Él quería pensar que era mejor que ellos, que el Código de Honor por el que se regía expiaba de alguna forma sus muchos pecados, entre ellos el ser un Monstruo del mismo tipo que ellos. En las largas noches de soledad se consolaba en ello, pese a que en su fuero interno tuviera la certeza de que no había perdón de ninguna deidad que le diera lo que ya no se atrevía a desear por miedo al dolor.

Casi sin darse cuenta había llegado ante las puertas de la capilla, y observó sin desmontar los alrededores. El edificio, antiguo, recio, se alzaba justo entre la linde del bosque y el inicio de un campo actualmente en barbecho. Lápidas descoloridas y medio destrozadas decoraban el área más inmediata al templo en desuso, pero aún así, el conjunto tenía una extraña belleza bajo la fuerte luz de la luna llena. Los búhos ululaban en el bosque, algún animal nocturno rondaba entre la maleza, la brisa hacía que el follaje se moviera y susurrara dulcemente, como el eco de una amante. Desmontó.
Sobre el escalón de entrada había un cuenco con fruta pasada, mordisqueada por algún animalillo. Su caballo se acercó a husmear, y el viajero acarició su cuello con afecto, tranquilizando al animal con voz cálida, luego le dejó pastar a placer mientras inspeccionaba la puerta y los alrededores de la capilla. Las ventanas estaban tapiadas por dentro y era imposible ver nada, lo cual se correspondía con sus sospechas, pero los materiales parecían demasiado antiguos. Quizá dataran de la época en que la capilla se había abandonado. La puerta parecía igual de vieja, la cerradura hacía tiempo que había desaparecido, pero estaba firmemente cerrada. Apoyó una mano enguantada sobre la madera y empujó con suavidad, como haría un humano, tanteando la dificultad que tenía ante sí. Como esperaba, no se movió ni un ápice, y entonces utilizó su fuerza sobrenatural para forzarla a abrirse.

Los goznes rechinaron con fuerza, protestando por su intrusión, y el pesado mueble que había estado bloqueando la entrada rechinó también y se derrumbó con cierto estrépito al ser arrastrado a un lado sin compasión. La luz de la luna cayó sobre el umbral, iluminando la estancia con su claridad de ultratumba, y entonces el viajero vio al Ángel.
Se quedó un momento inmóvil, contemplándolo antes de devolver el mueble a su lugar, bloqueando la puerta aunque dejando un resquicio por el que entraba la suficiente claridad. El Ángel estaba sentado ante el altar, sobre el suelo de piedra, sin moverse ni siquiera volverse para observar al intruso. Una larga cabellera rubia le caía por la espalda, salvaje y enmarañada pero extrañamente limpia. Al empezar a acercarse vio un buen número de jarras vacías. El Ángel no movió ni un músculo mientras se acercaba, y una vez que llegó a su altura, el viajero se persignó automáticamente ante el altar, realmente sin sentirlo, antes de bajar la mirada.

El Ángel seguía observando los relieves del altar, el rostro medio oculto por el pelo desordenado y salvaje como el de un león, sentado con las piernas cruzadas a la manera árabe, tal y como notó el viajero con sorpresa. Los brazos estaban apoyados sobre el regazo, sobre el que reposaban dos espadas envainadas, a medio camino entre el mandoble y la espada larga. Vestía ropas de campesino, viejas y sucias y harapientas en algunas zonas, pero funcionales. En el lado izquierdo del torso había una gran mancha de sangre, y al fijarse desde más cerca, mientras se acuclillaba a su lado, observó que los tonos de sangre eran muchos, variando en su antigüedad, y que también olía a sangre fresca, derramada aquella misma noche. Saciado como estaba desde que se había alzado aquel anochecer, el olor de la sangre le provocó tan solo un pasajero anhelo que su curiosidad se ocupó de reprimir.

Desde tan cerca, más a su altura, observó que su piel era pálida, muy pálida como el alabastro más puro. Alargó la mano para apartarle el cabello del rostro, pero se detuvo a medio camino cuando sus ojos vagaron más por su cuerpo y se dieron cuenta de algo. Obviamente el Ángel no respiraba, pero bajo la camisa… La tela era suficientemente amplia y gruesa como para disimularlo en el primer vistazo, pero al observar desde cerca, el ojo masculino del viajero no pudo evitar reconocer las evidentes formas de unos senos femeninos bajo la prenda. Fijándose mejor, la curva de la cadera era más pronunciada que en un hombre, la cintura más estrecha, el arco de sus hombros y su cuello más delicado aunque no cabía duda de la firmeza de los músculos bajo la piel. Como para reafirmarse en lo que había descubierto, se movió levemente para mirar desde más cerca y más de frente, y se encontró mirando el rostro inexpresivo de una muchacha. El Ángel era una mujer.

Observó con consternación que la muchacha estaba cubierta por una fina capa de polvo, y se preguntó cuánto tiempo habría pasado allí, inmóvil, despertando del Letargo en soledad para luego pasar las largas horas sin moverse. Se preguntó qué la habría llevado allí en primer lugar. Se preguntó de dónde vendría, quién sería, quién había sido el maldito malnacido que le había entregado la Maldición a aquella chiquilla, una niña a sus ojos, y que luego la había dejado libre por el mundo. Los ojos azul grisáceo estaban fijos pese a que estaba justo frente a ella, como si mirara a través de él o incluso más allá. No pareció reaccionar a su presencia, y él no intentó tocarla, no aún, y se limitó a contemplarla durante un rato antes de intentar hablarle.

Primero probó con el dialecto del lugar aunque apenas conocía unas pocas palabras, las justas para pedir agua y forraje para su caballo y pedir direcciones. La muchacha no pareció escucharle, ni tampoco cuando probó con el germánico. Lo intentó con algunos dialectos nórdicos que Lothar le había enseñado, sin éxito. Después con el longobardo, el franco, finalmente, desconcertado, con el anglo y el árabe. Ella siguió ausente, inmóvil como una estatua, los ojos fijos en la distancia. El viajero se sentó frente a ella, dispuesto a tener paciencia, observándola mientras meditaba quién sería. Había algo en su postura recta, casi estoica, que delataba un origen muy superior al que sus ropas campesinas sugerían. De los tributos que los niños le habían llevado tan solo había aceptado el agua, y al ver su piel inmaculada y su cabello limpio, supuso que únicamente para lavarse, aunque no había prestado ninguna atención a la suciedad de su ropa ni las manchas de sangre.

Intentó hablarle en su griego nativo, en copto, en hebreo, en dialectos de varios lugares que apenas recordaba, intentando no dejarse llevar por la frustración. Cuando le habló en persa creyó ver un leve sobresalto, pero no podía estar seguro y quizá tan solo había sido el reflejo de la luz de la luna. Finalmente, sin saber muy bien por qué lo había dejado para el final, le habló en latín, pero aún así ella no respondió ni se movió. Desalentado, se quedó en silencio durante un rato, contemplando las finas manos blancas sobre el regazo, de dedos largos y fuertes. Se fijó en que en la palma de la mano derecha tenía una larga cicatriz de color blanquecino, apenas apreciable si uno no se fijaba. Siguió contemplándola, mirándola al rostro ahora. Rasgos finos, ahora quizá algo duros en su inmutable inmovilidad, de pómulos altos y nariz recta, delicada sin embargo. Su belleza era casi antinatural en aquel lugar, rodeada de escombros polvo y ruina pero aún así radiante pese a su mutismo. Sintió una inmensa tristeza al mirarla, aunque no estaba seguro si suya propia o de ella. Casi sin darse cuenta había empezado a hablar otra vez, en latín, suavemente, casi arrullándola.

Le contó quién era y lo que era, y le contó lo que era ella también. Le contó que sabía lo que había hecho y que los aldeanos estaban agradecidos, pero que no querían que languideciera allí. Le contó que había todo un mundo ahí fuera que podría ver y explorar, lleno de Vástagos a los que exterminar si era lo que deseaba, pero que había mucho más que hacer fuera de aquellos cuatro muros en los que se había auto confinado. Le contó muchas cosas, mientras el tiempo pasaba, y nunca recordaría exactamente qué era lo que le dijo, ni con qué palabras la convenció. Le repitió una y otra vez que jamás le haría daño ni permitiría que nadie se lo hiciera, ofreciéndose a ser su Mentor y protector, casi rogándole que aceptara su compañía porque se sentía horriblemente solo y necesitaba volver a sentirse útil y necesario para alguien. Se encontró confesándole cosas que hacía décadas, siglos, que se negaba a reconocer incluso a sí mismo.

Estaba solo. Tenía un Chiquillo junto a él, cierto, pero que la mayor parte del tiempo hacía vida propia, y tenía amigos con los que compartir tiempo y experiencias, pero estaba solo. No tenía ningún propósito, ninguna meta, absolutamente nada que realmente le hiciera desear levantarse cada anochecer que no fuera la absoluta tozudez con la que se negaba a entregarse a un Letargo prolongado, por muy tentador que fuera el dejar de buscar algo en lo que ocupar sus noches.

No supo en qué momento ocurrió, pero de repente se dio cuenta de que los ojos de la muchacha estaban enfocados en él, y ahora parecía verle, aunque aún estaba muy seria ni había dicho una palabra. Él la contempló, cohibido, pero siguió hablando. Le juró que la protegería de cualquier cosa. Le juró que la cuidaría y le enseñaría a vivir con lo que ahora era. Juró por todo lo que le era sagrado, por todo lo que pudiera ser sagrado para ella. No sabía qué era lo que le llevaba a decir algo semejante ni de donde salía el anhelo casi doloroso que sentía de proteger a esa niña, de cuidarla como si fuera una de sus hijas muertas hacía tanto tiempo, pero antes de pararse a pensar en el dolor que le produciría el rechazo, le ofreció su mano tras quitarse el guante.

Tras un momento que pareció eterno, la muchacha alzó lentamente su mano para dejarla en la suya.
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